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Nº 2 Marzo, 2006

Una experiencia autobiográfica: Gregoria S. H., una niña en el Madrid sitiado (1936-1939)

Una experiencia autobiográfica: Gregoria S. H., una niña en el Madrid sitiado (1936-1939) Un trabajo de Ruth Rodríguez Gijón (2º de Bachillerato)

Gregoria S.H. nació en Navalafuente (Madrid), en 1925.

“Yo estaba en Pinto con mis tíos cuando empezó la guerra. Fue horrible porque los segadores se vinieron a casa porque les pagaban poco. Entonces los patronos por la noche salieron con escopetas tirando tiros al aire para asustarlos y ya empezó todo mal, de mal en peor.

Un día pregunté a una señora por qué era esa guerra y me dijo que “había un ‘bujerito’ muy pequeño y todos querían meter la cabeza por el mismo sitio y no podía ser, así que empezó la guerra. El 18 de julio del 36 empezaron a matar a monjas los que se les ocurría. Yo caí mala con unas fiebres muy altas y estaba visitándome el médico. Un día no vino, mi tía lo extrañó, entonces salió a comprar y la contaron que había ido a Valdemoro y le dijeron que le iban a matar a él y a su esposa, así que tuvo el valor de matar a su mujer y luego matarse él. Fue un golpe para el pueblo muy grande, venían con los coches y se los llevaban, unos volvían y otros no.

Venían de los pueblos de alrededor y de Toledo, se llenó el pueblo de gente, pero a los pocos días tuvimos que salir nosotros de muy mala manera en un carro de mulas, e iban cuatro personas mayores y ocho niños, la mayor yo que tenía once años, y cosas que llevaban. Llegando a Getafe a mi tío le detuvieron para hacer trincheras, entonces mi tía no sabía a donde ir y vamos por el paseo de las Acacias y en la acera junto a la glorieta de Embajadores estaban dos señoras y se quedaron mirando, y una a la otra le dijo a dónde irá esa señora con tantos niños, y se da cuenta y dice “pero si es María” y la preguntó “pero a dónde vas”; “a tu casa si me admites”, y la contestó “de puertas para adentro todo son camas”.

Vivían en la calle Ercilla, 25, así que allí estuvimos no mucho tiempo, porque empezaron a tirar bombas y obuses desde Carabanchel, la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria. Un día tiraron una bomba enfrente de donde estábamos, así que mi tía nos cogió y nos llevó a la calle de Carranza, 3, en la portería que era un sótano como un pasillo, y allí no cogíamos todos porque la portera tenía un piso en el último con muchas habitaciones, pero no podíamos subir porque empezaban a tirar bombas, y como éramos tantos niños nos ayudaban a bajar al sótano, y un día una señora cogió a uno de mis primos y se cayó por la escalera, y se rompió una pierna, así que no nos dejaban subir, pero yo tenía que dormir encima de un baúl, así que alguna vez me subía, pero empezaban a tirar las ametralladoras desde el Clínico y la Ciudad Universitaria que parecían que estaban allí mismo, así que otra vez para abajo. Un día cayó un obús en el reloj de la glorieta de Bilbao. Yo estaba en el patio y me asusté mucho, pero un día nos mandó mi tía por pan a Fuencarral, vinieron los aviones tirando bombas en un hospital que estaba en la glorieta de San Benardo que se llamaba de la Princesa –que luego le tasladaron a Diego de León-.

Por las noches, cuando venían los aviones nos teníamos que ir a los cafés que había por allí, dormíamos en el suelo y las mesas de los cafés que eran de mármol estaban heladas, y había que levantarse unos para acostarse otros. Así que nos fuimos a Antonio Maura. Era una casa grandísima, estábamos seis familias y cada una teníamos tres habitaciones grandes. Una de ellas daba al museo de Artillería, y había unos cañones que apuntaban a la casa; como yo no sabía que era un museo, pensaba que aquel cañón iba a disparar en cualquier momento. Allí lo peor era la cocina, porque nos juntamos todos a la misma hora, y por la noche estaba la policía abajo y si dábamos la luz nos gritaban que apagáramos la luz porque estaban los aviones bombardeando. Guisábamos con los archivos de papel y libros que había muchos, no se si sería la casa de unas personas importantes por lo que allí había de vajillas, cubiertos, ropa, en fin, de todo.

Había un cañón en el Retiro que aquel sí disparaba, y menudo miedo. Mis tíos se iban a las colas para poder comer, y yo me quedaba con los cuatro niños. Cuando tiraban las bombas, que venían los aviones, yo con mi corta edad cogía a cada uno en cada brazo y los otros cada uno a mi lado, parecía una gallina con cuatro pollos. Bajábamos al sótano, era el sitio que nos parecía que estábamos a salvo, y no era así, porque si la casa se caía allí nos aplasta.

Yo ya estaba muy asustada y me quería ir a mi casa. Yo no sabía el día en que vivía, ni el mes, ni nada, y un día me dice mi tía que me iba a hacer un vestido, que la iba a decir a una modista que había allí que a ver si me lo tenía para el día 6. Yo la dije que si iba a venir mi padre, y me dijo que era el día de Reyes. Ella no sabía nada, pero llaman a la puerta y cual es mi sorpresa cuando veo a mi padre, no veas que alegría. Yo estaba deseando de irme de Madrid, así que me fui desde el Retiro hasta el pueblo. Lo pasábamos mal andando, luego cogimos una camioneta de leche, entre los cántaros, hasta Cabanillas, y desde allí andando.

Al poco tiempo me fui a un molino a Cabanillas. Como los hombres estaban en la guerra, teníamos que hacer las tareas de ellos las mujeres. Yo molía de todo menos trigo, que no nos dejaban, estaba prohibido. Lo peor era que ese molino era de agua, y las piedras grandes redondas, pero el agua estaba en una presa que se cerraba con una compuerta de madera, y había que levantarla con una barra de hierro y una piedra. Yo con mis pocos años no se como no caí a la presa algún día, porque era peligrosa. Lo había que echar en una tolva poco a poco, porque con el saco no podíamos porque pesaba mucho y podía haberme caído a la tolva, y quien venía a moler eran chicas como yo, y traían unas mulas y teníamos que meterlas en el molino poco a poco en los sacos, y luego lo atamos. La suerte fue que no se desatara porque era muy difícil.

El 28 de marzo del 39 se acabó la guerra civil. Los soldados republicanos venían andando con los pies llenos de llagas, y los de Franco venían en camiones cantando. Traían comidas enlatadas y hicieron al lado de un pajar lumbre para calentarse, y les dijo una señora que no hicieran lumbre allí, que lo hicieran un poco más allá, porque había un pajar y se podía quemar, y la contestaron que “los soldados de Franco lo tenemos todo pagado”, y se fue sin otra cosa que decir”.

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